El testamento de amor de Patricio Julve by Antón Castro

El testamento de amor de Patricio Julve by Antón Castro

autor:Antón Castro [Castro, Antón]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1995-09-09T00:00:00+00:00


La rusa

Para Guinda, un ángel

fieramente humano

Nunca he sabido lo que pasó en realidad. Ni vi en ningún lugar un rastro de sangre ni siquiera una señal de aquella mujer. Sin embargo, tengo la certeza de que se murió en mi casa, al otro lado del amplio vestíbulo de arriba, en la estancia reducida de la cama de robles labrados. No vino sola: en la penumbra de la entrada, vi a dos hombres robustos y embozados que la franqueaban. Quizá fuesen de alta graduación. Ella parecía una miliciana, o una madrina de guerra extranjera, aunque me percaté de inmediato de que, bajo el impermeable verde y una guerrera descolorida, portaba una cartuchera sin revólver. Le pedí que me diese su nombre para rellenar el formulario. Y me miró con desdén o quizá con una actitud de sorpresa. Uno de sus acompañantes indicó: «En estos tiempos de combate, ¿a quién pueden interesarle los nombres?». No quería discutir, pero le dije que todos mis antepasados, desde Cayetano Escorihuela hasta mi hermano Evaristo, siempre lo habían hecho así. Por ley, por rigor y por seguridad para los huéspedes. La mujer esbozó una sonrisa escurridiza y fugaz, y me dijo: «Soy Sofía Ivanovna». Claro que era rusa o algo parecido. Hablaba un castellano impreciso y lento, pero en cambio aparentaba ser dócil y frágil. Me fijé en sus ojos verdosos o azulencos y cristalinos, ahogados en un mar de tristeza. Había algo en ella que anunciaba resignación ante un peligro inminente. El cutis era fino y muy encarnado, y a los cabellos les faltaba fuerza: poseían un brillo inconcreto, una aureola de pálida luz.

Se instalaron en tres cuartos diferentes, aunque antes se sentaron ante el fuego encendido del comedor principal. Me pidieron coñac, café y un ponche caliente. Los vi desplegar mapas, efectuar anotaciones y discutir un instante a propósito de una explosión. No tardaron en retirarse y entonces el caserón se quedó en silencio. En la calle retumbaba el vendaval y aullaba el cierzo. Apenas me había acostado cuando oí pasos, un movimiento intermitente desde las habitaciones de los hombres a la de la mujer, un traqueteo incesante en el comedor. Al cabo de un rato, alguien volvía a su cuarto. Creo que no dejaron de recorrer la vivienda, de un sitio para otro, hasta cerca del alba en una peregrinación terca e insomne. No quise darle rienda suelta a mi febril imaginación que me conducía hacia pensamientos morbosos de violencia sexual o de un erotismo desenfrenado. Sin embargo, tras un largo período de calma, varió el ritmo del ruido. Lo percibí con toda nitidez: primero oí un gemido, un desmoronamiento caótico de objetos, un tumulto de gran resonancia pero demasiado pasajero; luego se hizo un espeso silencio y, al momento, alguien descendió las escaleras, alguien abrió la puerta de la calle. Pero no tardó en volver; crujieron unos pasos un momento y la casa enmudeció bajo el clamor del temporal.

Casi ni se despidieron. Pagaron con más indolencia que otra cosa y salieron a la calle.



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